lunes, 3 de agosto de 2009

El rey




Abajo hay fiesta. Se celebra un cumpleaños. Todo huele a alcohol, salvo este cuarto, que huele a humo de cigarro. La casa es feliz. Hoy mi padre fue el rey.

Casi siempre la casa es un matriarcado. Genocráticamente, las disposiciones avanzan, se dan, no esperan. Pero hoy mi padre tomó el cetro y fue el rey. Tal vez si tuviera una barba larga y blanca o una capa roja como la sangre, y esta no fuera una casa sino el palacio más grande del mundo mi padre sería un rey medieval.

Nunca lo he llamado Carlos. Ni siquiera papá. Recuerdo que de niño le decía papi, pero ya no. Una vez, creo que a los doce u once años lo llamé “papá” y me sentí rarísimo. Entonces me di cuenta que él solo era pa’. Ya tiene sesenta años. Exhibe una sonrisa con algunos dientes propios y otros modernos, algunos marcos de metal y mucho cariño. No camina bien porque la polio se le incrustó en una pierna de joven y su paciencia es grande para todo. Su voz es grave y afable, habla como para que se queden con él. Nunca te corta.

Te aprecia. Te estima. Te desea lo mejor.

Abajo hubo fiesta. Se escucharon hurras. Se bailó con ganas. Se gritó, se rió, se jodió. Se coreó cantos de todo tipo.

Perdón por no haber estado contigo, pa’. Lamento no haber compartido tu alegría. Ocurre simplemente que hoy la vida no me sonríe como para poder disfrutarla a tu lado. Para otra vez será.

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